7 de noviembre de 2005

El giro estatista de un liberal

Tras anunciar el "fin de la historia", Francis Fukuyama dice ahora que es urgente fortalecer el Estado. En su último libro asegura que los Estados débiles son causa de casi todos los males: "pobreza, sida, droga, terrorismo". A punto de llegar a Buenos Aires, donde participará con prestigiosos intelectuales de un seminario sobre la brecha entre EE.UU. y América latina, habló con Ñ de los "errores" de aplicación del programa neoliberal, del fracaso en Irak y de las "malas decisiones" de Menem que arruinaron a la Argentina.A comienzos de los 90, un liberalismo exultante por el inesperado triunfo sobre su último enemigo secular, el comunismo, ofreció al mundo un programa destinado a ganar un amplio e inmediato consenso. Ese programa prometía prosperidad para todos, paz mundial y plena libertad política. Consolidado por el consumo de masas, la innovación a todo nivel y la unificación financiera y electrónica del planeta, un nuevo mundo se disponía a entrar en la fase más uniforme de su historia. En ella, al parecer, todas las comunidades nacionales aspiraban a instalar o perfeccionar una democracia capitalista. Como ningún otro podía ser el objetivo de la política racional, esto quería decir que la historia había llegado a su fin. El liberalismo se había quedado sin rivales de consideración.No se debe entender que con el "fin de la historia" el progreso se fuera a detener; al contrario, no había posibilidades de evolucionar sin mercado desregulado ni elecciones libres. Se trataba más bien de que las alternativas "históricas" se habían vuelto indeseables o irracionales: comunismos arqueológicos o fundamentalismos religiosos asfixiantes. Fue Francis Fukuyama quien plasmó la fórmula emblemática del eufórico clima ideológico de los años 90, con un núcleo argumental capaz de hacer frente a las objeciones. De manera irónica, y al menos momentánea, la historia estaba de su parte. Tres lustros después de la publicación del ensayo que hizo famoso a Fukuyama —y del que ahora, según dijo a Ñ, prepara una nueva edición—, ese optimismo ya no caracteriza el panorama internacional. El fin de la historia, como programa de modernización, entró en una fase turbulenta. La principal potencia militar ya no puede asegurar la estabilidad mundial. Sus intervenciones suscitan antipatía. La admiración que en su momento despertó el modelo estadounidense mutó en un difundido sentimiento antiimperialista que analistas como Fukuyama denominan "antiamericanismo". Es cierto que las guerras entre naciones casi han desaparecido tras la caída del muro de Berlín. No obstante, en el interior de muchos países pobres la violencia política o la abierta guerra civil se han vuelto habituales. En las sociedades ricas, la reacción contra esa modernización llegó a adquirir un rostro atroz. Los recientes atentados en el subterráneo de Londres evidenciaron que "el peligro fundamentalista" se generaba en los suburbios de su majestad y no en remotas comunidades tradicionales. Los "terroristas islámicos" eran ciudadanos británicos, inmigrantes de segunda generación.La etapa pinochetista de Chile, sugiere Fukuyama en esta entrevista, constituye un modelo "exitoso" de implantación del experimento neoliberal; aunque de este lado de la cordillera, este experimento desencadenó la mayor catástrofe de la historia nacional. Como sea, incluso tras algunos lustros de restauración democrática, los pobres de Chile todavía aguardan el prometido derrame mientras el país exhibe contantes tasas de crecimiento. El monopolio liberal del mundo acabó plasmando un panorama de gran desigualdad que, para sus promotores iniciales, resultó redituable pero muy inseguro. Por eso Fukuyama dirigió su atención a la institución central de la vida política: el Estado. Históricamente, el Estado cumple la función de controlar la violencia dentro de una jurisdicción territorial. Al menos para algunas culturas políticas (que los neoliberales estadounidenses deploran), el Estado también es el encargado de evitar una polarización social extrema. En su ambición por liberar a la economía de cualquier traba, las políticas triunfantes en los años 90 atrofiaron o anularon las posibilidades del Estado para impedir la violencia, el aumento de la miseria o la explotación irrestricta del trabajo humano. Fukuyama estima que es hora de restaurar la soberanía estatal. En su último libro, La construcción del Estado, escribe: "En este libro defiendo la construcción del Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial, dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el terrorismo". Al tratar de fundar el orden mundial en el fortalecimiento de los Estados, Fukuyama se opone al dogma neoliberal del Estado mínimo. Según el liberalismo clásico, el Estado se inmiscuye demasiado en la vida privada bloqueando las iniciativas individuales. Cuanto más restringido sea su papel, la sociedad que lo sufre como un mal necesario (por seguridad) disfrutará de mayores estímulos para multiplicar la riqueza y garantizar la libertad personal.Algunos de quienes sólo veían en el Estado un factor de distorsión económica (demasiada intervención, pésima gestión, impuestos exorbitantes) y recomendaban reducirlo al mínimo, impulsan ahora su reconstitución. En el panorama que observaron más allá del Estado, los partidarios de la libertad económica no encontraron esa apacible anarquía de mercaderes intercambiando bienes y servicios por sano egoísmo, sino la guerra civil y la miseria, la inestabilidad regional y la inseguridad global. ¿A qué se debió la inicial aceptación del consenso de Washington neoliberal? Es que el Estado había sido una fuente principal de padecimiento popular en el siglo XX. Desencadenó guerras mundiales y organizó exterminios masivos, postró poblaciones y reprimió generaciones enteras. Pero después de que una economía desbocada lo neutralizó, a comienzos del siglo XXI, liberales como Fukuyama impulsan su recomposición, motivados por razones de seguridad propia. Un mundo sin Estados se les aparece ahora como un mundo peligroso, lleno de terroristas, señores de la guerra y atentados suicidas. Para zonas enteras del planeta, insinúa Fukuyama en su libro, el remedio estatal —viejo como Thomas Hobbes pero recién descubierto por algunos liberales— quizá llegue demasiado tarde.Fukuyama, en tanto, llegará la próxima semana a Buenos Aires. Dictará el miércoles una conferencia en la Universidad Di Tella y participará, el 10 y 11, de un seminario sobre la brecha entre Estados Unidos y América latina. Desde su oficina en Washington, responde animado: "No voy a la Argentina desde 1999, antes de la crisis. Tengo muchas ganas de volver y charlar con gente."- —¿Por qué piensa que las políticas del llamado "consenso de Washington" produjeron resultados tan uniformes y el debilitamiento de la estructura del aparato estatal en todos los países en que se implementó? - —Bueno, no creo que haya sido el mismo caso en todos lados. Por ejemplo, sabrá que Chile, en algún sentido, fue el primer país en implementar una gran parte del consenso de Washington en los 80 y 90, y le ha ido muy bien. Creo que lo que pasó fue que a fines de los 80 y principios de los 90 hubo un apuro excesivo de quitar todo lo que fuera posible del sector estatal, sin un énfasis paralelo en fortalecer otras instituciones. Hubo un evidente problema con el timing (tiempo de implementación). Por ejemplo, en Tailandia y Corea del Sur fue necesario que funcionaran mejores sistemas regulatorios antes de liberalizar los mercados de capitales, y cosas por el estilo. Entonces creo que en ciertos países se malinterpretó el principio de que había que achicar sólo el Estado. En otros países, y no es tanto el caso de la Argentina, en lugares mucho más pobres, como en el Africa subsahariana, creo que la presión por reducir el sector estatal del programa de ajuste estructural que exigían los préstamos fue utilizado por esos gobiernos para deshacerse del sector equivocado del Estado. Eliminaron la parte buena del Estado — la burocracia racional— y se las arreglaron así para desviar la presión de su clientelismo esencial. - —¿Le parece que se trata de "errores de implementación", como dice en "La construcción del Estado"? ¿No cree que hay errores doctrinarios más profundos?- —Para mí, contestar esta pregunta fue uno de los motivos por los cuales escribí ese libro. No es exactamente un error doctrinal porque si uno pregunta a los economistas que crearon el consenso de Washington: ¿No piensa que la capacidad del Estado es sumamente importante en estas áreas residuales donde el Estado es necesario?, todos le dirían:¡Por supuesto que sí! Pero creo que hubo un poco de confusión entre lo que yo denomino el "alcance del Estado" y la "fuerza del Estado". Porque existía esta sensación generalizada de que el Estado simplemente tenía que achicarse, sin tener a la vez una comprensión clara de que había partes que tenían que fortalecerse, en términos de rendimiento.- —Recién mencionó los éxitos de estas políticas aplicadas en los 70 y 80 en Chile. ¿Cómo explica, comparativamente, la evolución de la Argentina?- —Creo que es todo política. Las cosas andaban bien en la Argentina hasta... Bueno, muchas cosas se echaron a perder a fines de los 90. Y probablemente lo más importante fue sólo una serie de malas decisiones de Carlos Menem. Especialmente, intentar postularse para un tercer mandato. Al usar todo su capital político para extender su propia carrera presidencial terminó dilapidando toda su disciplina fiscal. Y después entró en una competencia desgastante con Eduardo Duhalde por la lucha por el liderazgo del partido peronista, y como resultado desperdició su legado. Creo que además está el problema estructural del federalismo argentino, que no existe en Chile. Chile es un Estado unitario, por lo tanto cada decisión que se toma en Santiago se aplica en todo el país; entonces sólo existe el problema del presupuesto. En la Argentina, como los subsidios a los estados provinciales se negocian, los gobernadores se pasan todo el tiempo negociando; y está todo este juego de favoritismo y de sobornar a los amigos y aliados. Eso es algo que van a tener que solucionar si quieren pasar a la próxima etapa de reformas. - —En su libro afirma que, en la ausencia de una demanda interna por mejores instituciones, las soluciones sólo pueden provenir del exterior, bajo formas que van de la cooperación política hasta la invasión y la tutela militar. ¿Qué papel juega la soberanía nacional? ¿No hay un tono escéptico en su libro en relación con estas soluciones? - —Mi opinión general sobre el desarrollo político y económico es ésta: ninguna sociedad se desarrolla jamás por presión externa. Tiene que venir desde adentro de la sociedad. Habitualmente, a través de las elites políticas, pero también, a veces, a través de la presión de la sociedad civil en sentido más amplio. Si no se tiene la voluntad política de efectuar reformas y de construir instituciones, no va a funcionar. Por cierto, las reformas no van a darse sólo porque el Banco Mundial o el FMI obliguen a hacer algo. Como hemos visto en Irak, tampoco funciona cuando se ocupa un país con un ejército; por lo tanto, el papel de los que vienen de afuera debe ser facilitar transformaciones internas. Pero si no se organizan bien las políticas internas va a ser difícil progresar. - —¿Como evalúa la situación actual en Irak? ¿Piensa que Irak seguirá el derrotero de Haití o el "éxito" de Corea del Sur? - —Soy bastante pesimista sobre Irak porque me parece que no hay un consenso sobre la naturaleza fundamental del país. La Constitución acaba de ser aprobada y ya hay un sensación en la comunidad suni de que la Constitución es ilegítima. Esto no es una buena señal para el futuro. Pero sí creo que hay una posibilidad de que se los convenza de aceptar el proceso en estos meses, de modo que no me desesperaría en este momento. - —En la reacción de la administración Bush a la catástrofe del huracán Katrina ¿hubo un error administrativo o fue algo más grave, parecido a las deficiencias de la administración pública del tercer mundo?- —Es complicado. Muchos europeos dicen que esto revela la bancarrota de todo el modelo social americano, y no estoy de acuerdo con eso. Hay algo de eso, pero el modelo europeo también tiene muchos problemas. Creo que sin duda fue un fracaso a nivel del gobierno federal y del gobierno local; una falta de preparación para este tipo de desastres. La gobernabilidad ha sido débil. Pero, sin embargo, diría que esto no se va a repetir en el futuro próximo, al menos no en esta zona. Son ese tipo de crisis que movilizan a la gente para solucionar problemas; es lo que empezamos a ver.- —Aquí va a disertar sobre las desigualdades entre América latina y en Estados Unidos ¿Cómo evolucionará esta relación?- —El destino de ambas mitades del hemisferio occidental es acercarse. Hubo mucha controversia en los Estados Unidos por la inmigración latinoamericana —es inevitable—, pero creo que nuestra proximidad geográfica significará una convergencia creciente. No soy tan pesimista sobre el futuro de Latinoamérica como otros analistas. A pesar de todos los problemas de la Argentina y los países andinos —Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú—, creo que hubo cosas positivas, como el desarrollo industrial en México y Brasil. Que la democracia argentina haya sobrevivido a la crisis también es positivo. Hay que pasar a la próxima etapa del desarrollo de las instituciones fuertes. Es lento, pero algún día ocurrirá. - —Usted se hizo conocido en el mundo entero por "El fin de la historia" ¿Cómo convive con aquella tesis? ¿Sigue representando su forma de pensar?- —Estoy por publicar una nueva versión y estoy escribiendo un nuevo prefacio para la próxima edición. Mi intención fue siempre hacer una pregunta más que una declaración. Una pregunta sobre la modernización: ¿el proceso de modernización apunta en una o en múltiples direcciones? Todavía creo que apunta en una dirección, aunque con variaciones importantes en el medio. Pienso que sigue siendo una cuestión relevante.

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